Parte I
La suma de la vida cristiana - negación de nosotros mismos
La filosofía cristiana de la no pertenencia al mundo y la autonegación: no somos nuestros, sino de Dios.
- No somos nuestros propios amos, pertenecemos a Dios
Si bien la Ley de Dios contiene la regla de conducta admirablemente dispuesta, a nuestro divino Maestro le ha parecido bien instruir Su pueblo mediante un método más preciso sobre la regla entretejida en la Ley. El principio líder del método establece que es deber de todo creyente presentar sus “cuerpos en sacrificio vivo, agradable y santo a Dios, como servicio racional” (Romanos 12:1). Deriva entonces la exhortación de “no ser conformados a este mundo, sino transformados mediante la renovación de vuestra mente y poder probar la voluntad de Dios buena, aceptable y perfecta” (Romanos 12:2).
El punto es que somos consagrados y dedicados a Dios, luego entonces no hemos de pensar, hablar, diseñar o actuar sin visión de Su gloria. Lo que El ha hecho sacro no puede aplicarse a uso profano (común), sería insulto notable al mismo Dios.
Si no somos nuestros, sino del Señor (1Corintios 6:19), es evidente el error a vencer y el fin al que debiéramos dirigir las acciones de nuestra vida.
No somos nuestros: luego entonces que ni nuestra razón ni voluntad debieran gobernar nuestros hechos y consejos.
No somos nuestros: luego entonces no busquemos que nuestro fin sea agradar nuestra naturaleza carnal (sensual, lo opuesto a lo espiritual).
No somos nuestros: luego entonces, tanto como sea posible, olvidémonos de nosotros mismos y de las cosas que son nuestras.
Somos de Dios, luego entonces vivamos y muramos a El (Romanos 14:8).
Somos de Dios, que Su voluntad y sabiduría presida todas nuestras acciones.
Somos de Dios, luego entonces sea El nuestro fin último legítimo. Que cada porción de nuestro ser, nuestra vida, se dirija a El (Romanos 14:8; 1Corintios 6:19).
¡Cuán grande el progreso de alguien que al ser enseñado que no se pertenece abandona todo dominio y gobierno de sí mismo y lo entrega a Dios! Porque así como la vía de destrucción más segura para el hombre es el obedecerse a sí mismo, así el cielo de seguridad es no tener otra voluntad, otra sabiduría, que seguir al Señor dondequiera que lleve.
Permite que el primer paso sea el siguiente: abandonarnos a nosotros mismos y dedicar toda la energía de nuestras mentes al servicio a Dios. Servicio a Dios no solo en obediencia verbal sino aquel donde la mente, desnuda de sentimientos carnales, obedece de manera implícita el llamado del Espíritu de Dios. Esta transformación, que Pablo denomina renovación (Romanos 12:2; Efesios 4:23), el primer paso a la vida, era algo desconocido a los filósofos. Estos dieron solamente a la razón el gobierno del hombre, pensando que solo ella debiera escucharse. En breve, asignaron a la razón como la única dirección de la conducta. Pero la filosofía cristiana la coloca en el lugar adecuado y en completa sumisión al Espíritu Santo de modo que hombre no viva más para sí sino que Cristo viva y reine en El (Gálatas 2:20).
- Autonegación mediante devoción a Dios
Surge entonces el segundo principio: no buscar lo propio sino la voluntad de Dios y actuar con la visión de promover Su gloria. Grande nuestro beneficio si, casi olvidados de nosotros mismos -ciertamente postergando nuestra propia razón- con fidelidad estudiamos cómo obedecer a Dios y Sus mandatos.
Cuando la Escritura nos hace poner de lado asuntos privados, además de evitarnos deseos excesivos de riqueza, poder o favores humanos, también erradica toda ambición y sed de glorias mundanas y otras plagas secretas.
El cristiano debiera entrenarse y disponerse de tal modo que considere su quehacer con Dios como su vida entera. Así, traería todas las cosas a la disposición y estimación divina y piadosamente dirigiría a El toda su mente. Porque quien ha aprendido a mirar a Dios en todas las cosas que hace, también ha aprendido a evitar pensamientos vanos. Esta es la autonegación que desde el inicio Cristo enfatiza fuertemente a Sus discípulos (Mateo 16:24), un concepto que al arrebatar la mente no deja espacio para -primero- orgullo, teatro y exhibicionismo y -segundo- avaricia, lujuria, lujos, afeminamientos y otros vicios engendrados por el amor de sí mismos (2Timoteo 3:2-5).
Donde no hay autonegación, habrá entrega a los peores vicios sin el menor asomo de vergüenza. Donde solo hay apariencia de virtud, estará viciado por el deseo perverso de ser aplaudidos. Muestren si pueden a un individuo quien -a menos que haya renunciado a sí mismo en obediencia al mandato divino- esté dispuesto a hacer el bien por amor de sí mismo. Quienes lo hacen sin haber renunciado a sí mismos siguen la virtud por causa de la reputación. Los mismos filósofos que argumentan en favor de la virtud por la virtud misma, son tan arrogantes e inflados que evidencian buscar la virtud por ninguna otra razón que como terreno para el orgullo.
Muy lejos está Dios de deleitarse en tales cazadores de aplausos y pechos inflados, El mismo declara que ya han recibido en este mundo su recompensa (Mateo 6:2,5,16) mientras que prostitutas y publicanos están más cerca de los cielos que ellos (Mateo 21:31).
Todavía no hemos explicado cuán grandes y numerosos son los obstáculos que impiden al hombre en su búsqueda de rectitud (moralidad de mente y conducta) mientras no haya renunciado a sí mismo. El viejo dicho es verdad: “hay un mundo de iniquidad atesorado en el alma humana.” No hay otro remedio para esto que negarse a sí mismo, renunciar la propia razón, dirigir la mente entera a buscar aquellas cosas que el Señor requiere de nosotros y que hemos de procurar solo porque son agradables a El.
- Renunciación al yo de acuerdo a Tito 2
Pablo ofrece una breve pero distintiva nota de las partes que componen una vida bien ordenada: “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dió a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:11-14).
Luego de enarbolar la gracia de Dios para animarnos y preparar el camino a Su verdadera adoración, Pablo derriba los dos grandes obstáculos del camino: impiedad, a la cual nos entregamos por naturaleza, y deseos mundanos, de mucha mayor extensión.
Bajo el término impiedad incluye no solamente superstición, sino toda variación del verdadero temor a Dios. Deseos mundanos equivalen a los deseos de la carne (1Juan 2:16; Efesios 2:3; 2Pedro2:18; Gálatas 5:16). Pablo toma las dos tablas de la Ley y nos exhorta a abandonar el viejo yo, nuestra vieja mente, y renunciar a todo dictado de nuestra razón y voluntad. Luego reduce todas las acciones de la vida a tres ramas: sobriedad, rectitud y santidad.
Sobriedad implicando tanto castidad y temperancia como el uso puro y frugal de bienes temporales así como soportar con paciencia su carencia.
Rectitud comprendiendo todos los deberes de equidad, a cada quien lo suyo (Romanos 13:7).
Santidad, lo que nos separa de las contaminaciones del mundo y nos une a Dios.
Las tres ramas, unidas por una cadena indisoluble, constituyen completa perfección.
Pero nada es más difícil que decir adiós a los deseos de la carne, subyugar -no, abjurar, rechazar por completo- nuestros deseos, entregarnos por entero a Dios y a nuestros hermanos y vivir de modo angélico en medio de las contaminaciones del mundo.
Para liberar la mente de enredos, Pablo nos recuerda la esperanza de bendita inmortalidad, nos urge a contender (1Tesalonicenses 3:5). Porque Cristo volverá y completará la salvación que hemos obtenido en El, así como una vez vino como nuestro Redentor.
Pablo retira todo aquello que podría nublar el camino o nos impida aspirar como debiéramos a la gloria celestial. No, nos dice, somos peregrinos en este mundo, no sea que fallemos en obtener herencia en los cielos.
El principio de autonegación en nuestra relación con otros
- Autonegación provee la actitud correcta hacia otros
Autonegación es respetar a Dios y a los hombres. Cuando la Escritura nos relaciona con otros nos insta a preferirlos, darles honor en lugar de nosotros mismos, y laborar con sinceridad para promover su bienestar (Romanos 12:10; Filipenses 2:3).
Dios nos da mandatos que nuestra mente es incapaz de obedecer a menos que suprima sentimientos naturales. Porque corremos ciegamente en pos del amor propio y todo el mundo piensa que tiene buenas razones para exaltarse a sí mismo y menospreciar a los demás. Si el Señor nos ha concedido algún don, de inmediato somos orgullosos, explotamos de orgullo.
A menudo escondemos los vicios que tenemos y adulamos nuestra mente presentándolos como pequeños, triviales, hasta abrazándolos como si fueran virtudes. Estas mismas cualidades -vistas en otros a quienes debiéramos considerar como superiores-, con tal de que no nos veamos forzados a humillarnos a ellos las rebajamos y encontramos fallas de modo desagradable. Del mismo modo, si se trata de vicios, no nos contentamos con animadversión precisa y severa sino que los exageramos con todo propósito.
De aquí la insolencia con que cada uno se exalta -como si fuera la excepción de lo común- sobre otros, orgullosa y confiadamente menospreciando, mirándolos como inferiores.
El hombre pobre se inclina ante el rico, el plebeyo ante el noble, el siervo ante el amo, el analfabeta ante el estudiado, y sin embargo cada uno en su interior acaricia alguna idea de su propia superioridad.
Adulándose, establecen una especie de reino en su seno. Para satisfacerse a sí mismo, el arrogante pasa censura sobre la mente y modales de otros, y cuando se levanta alguna contención entonces exhibe su veneno. Muchos toleran a éstos con alguna medida de moderación siempre y cuando las cosas vayan suaves y deslizables, pero ¿cuántos son los que mantienen el mismo tenor de moderación, al ser irritados o provocados? Para ello no hay otro remedio que cortar por la raíz tales plagas nocivas -amor propio y sed de victoria.
Esto es lo que hace la doctrina de la Escritura, nos recuerda que los dones otorgados por Dios no son nuestros sino de Su libre gracia. Quienes piensen otra cosa demuestran su ingratitud. “¿Quién te distingue -dice Pablo- o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1Corintios 4:7).
Que el diligente examen de nuestras faltas nos mantenga humillados. Siempre habrá algo por someter, aunque no haya nada que infle nuestro orgullo. De nuevo, al descubrir en otros dones de Dios, somos llamados a respeto y reverencia a dichos dones tanto como a dar honor a quien los posee. Si a Dios le ha placido darles honor, sería enfermizo de nosotros deprivarlos de ello. Se nos manda a pasar por alto sus faltas, no a estimular con adulación, a no insultar aquellos a quienes debemos estima y honra y buena voluntad.
Que en todas nuestras relaciones, nuestra conducta sea moderada y con modestia además de cortés y amistosa. El único camino a la verdadera mansedumbre es que nuestro corazón esté lleno de humilde opinión de nosotros mismos y de respeto a otros.
- Autonegación conduce a ser ayuda para nuestro prójimo
¡Qué difícil resulta ejecutar la labor de buscar lo bueno en nuestro prójimo! (Mateo 12:33; Lucas 10:29-36). A menos que dejemos fuera todo pensamiento de nosotros mismos, de algún modo dejar de ser nosotros mismos, será imposible.
¿Cómo exhibir las obras de amor que Pablo describe a menos que renunciemos a nosotros mismos y nos dediquemos a otros por entero?
“El amor es sufrido, es amable, no tiene envidia, no es jactancioso, no se envanece, no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor”, etc. (1Corintios 13:4-5).
Si el único requisito necesario fuera no buscar lo nuestro, nuestra naturaleza no tendría ningún poder para lograrlo: nos inclina de tal modo a amarnos a nosotros mismos que no nos permitirá pasar por encima de lo nuestro para cuidar lo de otros, no, ¿abandonar mi derecho y sujetarlo a otros?
Pero la Escritura nos recuerda que cualquier cosa que obtengamos del Señor nos ha sido concedida bajo la condición de emplearla para el bien común de la iglesia. Luego entonces, el uso legítimo de todos nuestros dones es su dispensación amable y liberal a otros. No hay regla o exhortación mayor que la observancia de ello, cuando se nos enseña que todos los bienes que tengamos son depósitos hechos por Dios con el propósito de hacer bien a nuestro prójimo (1Pedro 4:10).
La Escritura va más allá cuando compara esos depósitos con las diferentes partes del cuerpo (1Corintios 12:12). Ningún miembro tiene función para sí mismo o de aplicación para uso privado sino que transfiere a todos los demás. Ni tampoco obtiene alguna ventaja particular sino de acuerdo al conjunto del cuerpo total.
Cualquier cosa que realice alguien piadoso lo hará para sus hermanos, no consultando su propio interés sino siendo diligente laborando para la edificación común de la iglesia.
Que éste sea nuestro método para mostrar gentileza y buena voluntad: considerar cada cosa que Dios nos ha concedido como ayuda a nuestro prójimo. Somos administradores de Dios y daremos cuenta de nuestra mayordomía. De hecho, el único modo correcto de administración es aquél regulado por el amor. No solamente uniremos el estudio de nuestro bien al prójimo respecto al nuestro sino que subordinaremos el segundo al primero.
Y si hemos omitido percibir que esta es la ley para administrar debidamente cada regalo recibido de Dios, recordemos que El mismo aplica dicha ley hasta en la más mínima expresión de Su gentileza. El mandó que los primeros frutos -las primicias- fuesen ofrecidas como señal al y por el pueblo de que era impiedad cosechar cualquier beneficio de bienes que no estuviesen consagrados a El (Exodo 22:29; 23:19). Si los regalos de Dios no son santos sino hasta que con nuestras manos los dedicamos al Dador, será abuso grosero no dar muestras de tal dedicación. Es vano contender que nuestras ofrendas no hacen rico a Dios.
Si -como el salmista- decimos “Tú eres mi Señor, no hay para mí bien fuera de ti”, también podemos extenderlo a “para los santos que están en la tierra” (Salmo 16:2-3). Puede hacerse comparación entre lo ofrecido como sacrificio en adoración (oblaciones) y lo ofrecido voluntariamente a los pobres (limosnas) como correspondientes a las ofrendas bajo la Ley (Hebreos 13:16).
Amar al prójimo es ver a Dios
Amar al prójimo no tiene que ver con modales humanos sino con ver a Dios. Y para que no seamos ociosos en bien hacer (Gálatas 6:9), como infalible e inmediato sucedería, hemos de agregar las cualidades que enumera el Apóstol: “el amor es sufrido, es amable... no se irrita” (1Corintios 13:4-5). El Señor nos manda a “hacer el bien” (Hebreos 13:16) a todos, sin excepción, aunque la mayoría ni lo merezca -a juzgar por sus méritos.
Sin embargo la Escritura añade la razón excelente, no hemos de ver lo que en sí merece el hombre sino atender a la imagen de Dios existente en cada quien y a quien debemos todo amor y honor. Y para los que son familia de la fe (Gálatas 6:10), hemos de aplicar la misma regla, recordando que la imagen ha sido renovada y restaurada en ellos por el Espíritu de Cristo.
Por tanto, quienquiera sea que se presente ante ti necesitando tu asistencia, no hay lugar para declinar dársela.
Si dices “es extranjero”, recuerda que el Señor le ha marcado con algo que debiera serte familiar, por cuya razón te prohibe menospreciar tu propia carne.
Si dices “es injusto y desconsiderado”, recuerda que el Señor lo ha distinguido con el brillo de Su propia imagen.
Si dices que no te ata ninguna clase de deber, recuerda que el Señor lo ha substituido como si El estuviera en su lugar, de modo que puedas reconocer las muchas obligaciones con la que el Señor te ha unido a El.
Si dices que no merece el más mínimo esfuerzo de tu parte, recuerda que la imagen de Dios, que lo recomienda ante ti, merece todos tus esfuerzos y a ti mismo. E incluso si el hombre no merece nada bueno y además te ha provocado daños y agravios, con todo no hay razón para que no lo abraces en amor y lo visites con buenos oficios (Mateo 6:14; 18:35; Lucas 17:3).
Dirás que el otro “ha merecido muy diferente a mí.” ¿Y qué mereció el Señor?
Cualquier agravio que otro te haya hecho, cuando Cristo se une a ti para perdonar ciertamente significa que debiera imputarse a El mismo.
Solamente así podemos lograr lo que no solo es difícil sino contra naturaleza: amar a aquellos que nos odian, devolver bien por mal, bendecir y no maldecir (Mateo 5:44). Recordemos que no hemos de reflejar la maldad del hombre sino mirar la imagen de Dios en ellos, una imagen que cubre y oblitera -reduce a la mínima expresión- sus fallas, una imagen que por su belleza y dignidad nos induce a amar y abrazar a los demás.
- El trabajo externo no es suficiente, ¡lo que cuenta es la intención!
Tendremos éxito en matar los impulsos pecaminosos de nuestro ser -mortificar la carne- si completamos los deberes del amor.
Tales deberes no se completarán con tan solo llenarlos, aunque no falte ninguno, a menos que se hagan con sentimientos puros de amor. Podría suceder que alguien realice cada una de estas cosas, en lo que respecta a lo externo, y sin embargo estar lejos de lo correcto. Hay algunos que parecen muy liberales pero acompañan sus dádivas con insultos por la arrogancia de sus miradas o la violencia de sus palabras. Y a tal condición calamitosa hemos llegado en esta época infeliz que la mayor parte de los hombres casi nunca da limosnas sin mostrar rudeza o contención producto de su arrogancia. Tal conducta no debiera tolerarse ni siquiera entre paganos. Y entre cristianos hace falta algo más que llevar brillo en los ojos o utilizar lenguaje cortés: primero, debieran colocarse a sí mismos en lugar de aquellos en necesidad de asistencia y condolerse de su mala fortuna como si en verdad la sintieran y cargaran, provocar sentimientos de pena y humanidad que incline a otros a ayudarles como ellos mismos lo hacen.
Alguien con mente así irá y asistirá a sus hermanos y no manchará sus obras con arrogancia o amonestaciones. Es más, no verá al hermano como inferior ni lo tendrá sujeto a obligación alguna, del mismo modo como no hacemos sentir mal a un miembro enfermo cuando el resto del cuerpo trabaja para su recuperación. Tampoco pensará que otros tienen obligaciones especiales para él, puesto que ha hecho mayor esfuerzo del debido.
En realidad, la comunicación de deberes entre miembros debiera verse como el pago del deber que por ley natural sería monstruoso denegar. Por esta razón, quien ha realizado alguna labor no debiera considerarse descargado, por ejemplo el caso de un rico que luego de contribuir alguna cantidad de su peculio delega el resto de la carga como si ya no tuviera nada que ver con él. Todos debiéramos considerar que, sin importar cuán rico sea, este hombre se debe a sus prójimos, y que el único límite para su beneficencia es que faltaran sus medios. La extensión de sus recursos debiera regular la extensión de su bondad.
El principio de autonegación en nuestra relación con Dios
- Autonegación hacia Dios: ¡devoción a Su voluntad!
Consideremos con mayor detalle la principal parte de la autonegación: la que hace referencia a Dios. Como previo hemos tocado el tema, será suficiente enfocarlo hacia la formación de ecuanimidad -dominio propio en medio de extremos- y perseverancia en nosotros.
Al buscar conveniencia o tranquilidad en nuestra vida presente, la Escritura nos llama primero a entregarnos y colocar todo lo que tenemos a disposición del Señor, darle todo el afecto de nuestro corazón y que nos El gobierne y controle. Solemos tener deseos frenéticos, disposición infinita, para buscar riqueza y honor, intrigar por poder, acumular bienes y coleccionar todas las frivolidades que conduzcan a lujo y esplendor.
Por otra parte, ¡tenemos terror inmenso y odio hacia lo que signifique pobreza, origen vulgar o condición humilde! Sentimos el más fuerte deseo de cuidarnos contra ello.
De ahí que quienes enmarcan su vida siguiendo su propio consejo no descansan su mente: planifican y planifican, son infatigables, para ganar siempre lo que su ambición o avaricia desea, o, por otro lado, escapar de pobreza e insignificancia.
Con objeto de evitar tales enredos, el curso de un hombre cristiano debiera ser: primero, no esperar ni pensar ni anhelar ninguna clase de prosperidad fuera de la bendición de Dios. Lanzarse y reclinarse solo bajo la bendición divina. Pues por mucho que la mente carnal parezca suficiente para lograr honor y riqueza, depende de su propia labor y celo o ayuda del favor de otros. Ciertamente que todo se vuelve nada, ni intelecto ni trabajos serán de ganancia excepto si el Señor prospera.
Segundo, si bien parezca que sin la bendición de Dios podamos adquirir algún grado de fama y opulencia (como vemos a algunos hombres malvados, cargados de riquezas y honores), sin embargo y puesto que la maldición de Dios no permite disfrutar la menor partícula de verdadera felicidad, lo que obtengamos sin Su bendición se convertirá en mal.
El hombre no debiera desear lo que añade a su miseria.
Confiar solo en la bendición de Dios
Si creemos que todo éxito deseable y próspero depende enteramente de la bendición divina, y que si no hay bendición nos aguarda toda suerte de calamidad y miseria, luego entonces no debiéramos ser tan dispuestos a contender por riquezas y honores -confiando solo en nuestra destreza y constancia, o apoyándonos en el favor de los hombres o confiando en cualquier vacía imaginación de fortuna- sino respetar al Señor.
Bajo Sus auspicios, Su guía y soporte, seremos conducidos hacia donde El haya provisto. El primer resultado será disfrutar con inocencia, en lugar de correr -sin importar si está bien o mal llevados por artes malvadas y dañando al prójimo- para alcanzar riqueza o fama.
¿Quién puede esperar bendición divina en medio de fraudes, rapiña y otras iniquidades? La bendición llegará a quien piensa con pureza y actúa en justicia, y evitará a los de acciones malvadas y planes siniestros.
En segundo lugar, nos impondrá límites. Restringirá los deseos excesivos de riqueza y fama. ¿Cómo puede alguien tener la desvergüenza de esperar que Dios lo ayude a ejecutar deseos que son en contra de Su Palabra? Lo que Dios con sus propios labios ha declarado maldito. no alcanzará bendición nunca.
Por último, si el éxito no es equivalente a nuestro deseo y esperanza, hemos de alejarnos de impaciencias o de aborrecer nuestra condición, no importa cuál, sabiendo que cualquier otra cosa es murmurar contra Dios, Dispensador de todo bien.
En suma, quien descansa en la bendición divina nunca empleará métodos inicuos para tener éxito. Tampoco adscribirá su prosperidad al grado de diligencia, labor o fortuna propias, en lugar de hacerlo a Dios como Autor. Y si, mientras otros florecen, parece ir hacia atrás, llevará lo suyo con mayor ecuanimidad y moderación que cualquier otro. Su solaz reside en considerar que sus asuntos son controlados por Dios de la mejor manera conducente a su salvación.
Este fue el modo como David respondió, siguiendo al Señor y entregándose por completo a Su guía, declara “no se ha envanecido mi corazón, ni mis ojos se enaltecieron, ni anduve en grandezas, ni en cosas demasiado sublimes para mí. En verdad que me he comportado y he acallado mi alma como un niño destetado de su madre; como un niño destetado está mi alma” (Salmo 131:1-2).
Autonegación nos ayuda a enfrentar adversidad
Sin embargo una mente piadosa extenderá su tranquilidad y perseverancia a todos los eventos de su vida presente. Se ha negado a sí mismo en verdad aquella persona que se ha entregado al Señor por completo, colocando todo el curso de su vida enteramente a la disposición de El. Una mente así no murmurará contra Dios por causa de su salario.
¡Cuán necesaria es esta disposición, si uno considera los tantos sucesos a que estamos expuestos! Enfermedad, calamidades de guerra, cambios del clima destruyendo cosechas, esterilidad, penurias. Fallecimiento de cónyuges, padres, hijos o relacionados. Destrucción de nuestra casa por el fuego. Esta clase de eventos provocan al hombre para maldecir su vida, detestar el día de su nacimiento, execrar la luz de los cielos. Hasta censuran a Dios y, elocuentes en blasfemar, lo acusan de crueldad e injusticia.
El creyente contemplará la misericordia y paternal indulgencia de Dios en esas cosas. Aunque pierda su familia, incluso entonces, no cesará de bendecir al Señor. Su pensamiento será “la gracia de Dios, que mora en mi casa, no permitirá desolación.”
Si su sembrado se pierde y la hambruna está frente a él, no murmurará contra Dios, mantendrá su confianza: “nosotros, pueblo tuyo, y ovejas de tu prado, te alabaremos para siempre; de generación en generación cantaremos tus alabanzas” (Salmo 79:13). Me suplirá con alimento incluso en esterilidad extrema.
Si afligido con enfermedad, no lo sobrepasará el filo del dolor que lo haga exclamar con impaciencia o disputar contra Dios. Reconociendo justicia y misericordia en la vara, perseverará con paciencia.
En suma, no importa lo que suceda, sabiendo que todo es ordenado por Dios recibirá las cosas con placidez y gratitud de mente, sin rebeldía contumaz a Su gobierno, bajo cuya disposición se ha colocado a sí mismo y todo cuanto tiene.
En especial, el cristiano evade el consuelo tonto y miserable de los condenados, quienes, para fortalecer su mente contra la adversidad achacan todo a la fortuna (la suerte). Es absurdo indignarse contra la fortuna, diosa ciega y áspera, que daña tanto al bueno como al malo.
Para el cristiano, la regla de piedad es que la mano de Dios gobierna y es árbitro de las fortunas de cada quien, en lugar de manifestar violencia absurda dispensa bien y mal con perfecta regularidad.
Calvin’s Institutes of the Christian Religion, Book Three, Chapters VII-VIII.
2009 Chapel Library; Pensacola, Fl.
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