"Se da el caso de un hombre solo y sin sucesor, que no tiene ni hijo ni hermano; pero no cesa de todo su duro trabajo, ni sus ojos se sacian de riquezas, ni se pregunta: ¿Para quién me afano yo, privando a mi alma del bienestar?
También esto es vanidad y penosa tarea" (Eclesiastés 4:8).
La codicia no solo hace daño al alma sino que también arruina el cuerpo. Es tanto el afán del codicioso que luego no le queda vida ni vigor para las cosas espirituales, y esto aumenta su incredulidad y dureza de corazón.
El mundo lo chupa y lo deja en un estado tal que Dios y la religión pierden el interés de su corazón, en vano se atribula a sí mismo.
El caso se agrava si consideramos cual será el final de sus posesiones: "Hay quienes reparten, y les es añadido más; y hay quienes retienen indebidamente, sólo para acabar en escasez" (Proverbios 11:24).
Esta codicia en guardar es solo apariencia. El codicioso se hace sordo por causa de sus posesiones pues se niega a oír el clamor de los que están en necesidad; un deber que el cristianismo exhorta a los hombres, ayudar a los necesitados: "Vended vuestros bienes y dad ofrendas de misericordia. Haceos bolsas que no se envejecen, un tesoro inagotable en los cielos, donde no se acerca el ladrón, ni la polilla destruye" (Lucas 12:33). Ayudar al necesitado es una obra de bien tan excelente que Dios no solo manda a dar de nuestros ingresos, sino que es de alta piedad vender nuestros bienes para aliviar al pobre.
La codicia impulsa a cerrar el corazón y acortar el brazo para no dar, contamina el corazón, dar lo purifica ya que Cristo hablando a los fariseos, les dice: "Pero dad con misericordia de las cosas que están dentro, y he aquí, todas las cosas os serán limpias" (Lucas 11:41). La generosidad trae bendición porque purga el corazón de aquello que lo mancha.
La codicia es también causa de apostasía espiritual. Fue el pecado por el cual Demas se apartó de la fe: "Porque Demas me ha desamparado, habiendo amado el mundo presente" (2Timoteo 4:10). Deseo por las cosas de este mundo le hizo negar la fe en Cristo.
El amor por las cosas temporales aumenta nuestros dolores cuando las perdemos ya que el dolor, por lo general, es una manifestación de amor, considere este ejemplo: "Y dijo: ¿Dónde le habéis puesto? Le dijeron: Señor, ven y ve. Jesús lloró. Dijeron entonces los judíos: Mirad como le amaba" (Juan 11:34).
La raíz de toda turbación de espíritu descansa en tener afectos inmoderados por la cosas temporales.
Contra este pecado tengamos doble guarda, porque muchos otros pecados son fácilmente descubiertos, pero éste es secreto; constantemente obra contra el alma, y siempre nos quedaremos cortos para ver la profundidad de su maldad. Oremos, pues, con santo fervor: que Dios nos ayude.
P.Oscar Arocha, www.ibgracia.org
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