"Mi hermana mayor -decía Doña María- en su juventud era muy 'salaa' y llamaba mucho la atención. Vivíamos en una comunidad pequeña allá en la sierra y ya se imaginará que conocíamos a todos y todo el mundo sabía quién tenía qué y con qué.
Pues bien, un día llegó uno de los ricos del pueblo montado en su caballo, bien puesto y arreglado para hablar con mi mamá: quería casarse con mi hermana.
Mi papá murió cuando éramos chiquitos, y mi mamá crió sus nueve muchachos ella solita, con mucho esfuerzo y trabajo, pero bien.
Cuando el muchacho entró a la casa quizás pensó 'estos pobres, les voy a hacer un favor' -qué sé yo lo que este muchacho imaginó, dice Doña María- pues fue derechito donde mamá y le soltó así nomás el motivo de su visita. Todo un párrafo.
Mi mamá lo miró de arriba abajo. Y se dió cuenta que el muchacho aunque bien puesto, no traía correa puesta.
-En esta comunidad -respondió ella- los hombres que son hombres usan correa en los pantalones. No, yo no puedo entregarle mi hija a usted, lo siento mucho.
Y aunque el muchacho habló y rogó, no hubo forma de que mamá cambiara de opinión".
"Mire usté, de eso hace ya muchos años, y la verdad nos sentimos mal de ver la juventud de hoy vestida como musarañas, con los pantalones todos caídos, que si los persigue un perro, ¡segurito que no pueden correr!"
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