lunes, 7 de diciembre de 2009

Morir viviendo (la soledad no se improvisa)

Se dice, y puede ser verdad, que no hay soledad peor que cuando la ilusión ha deshecho su nido y ha volado, y echamos de menos cuanto tuvimos y no tuvimos, porque nos da la sensación de que ya no estamos, de que ya casi no somos.

Se dice, y puede ser verdad, que la vida es un vaivén entre el recuerdo y la esperanza, y que cuando pesa más el primero la soledad nos rinde: el recuerdo hace poca compañía si no hay con quien compartirlo, si no es un trampolín para seguir adelante.


Pero ¿sucede de repente, o es poquito a poquito? ¿Es que la soledad no puede remediarse a priori, como una enfermedad que pueda prevenirse?

Contra la soledad, que se dice puede acontecer en la vejez, hay que luchar desde el principio, no del suyo, sino del nuestro. No se improvisa un viejo, pues se va haciendo.

Desde el niño, desde el joven, desde el adulto.


La vejez tiene dentro todas esas edades.

¿Cómo va a estar sola si la acompañan la inocencia, la curiosidad, la sorpresa y la admiración que formaron su infancia; el entusiasmo, la fe, la generosidad y el ímpetu que formaron su juventud; la reflexión, la ponderación, la constancia y la serenidad que formaron su madurez?

De modo que la soledad de la vejez sería la sustracción de lo anterior.

No habrá soledad si se vivió en lealtades, buenos gestos, solidaridad, fe, servicio y perseverancias.

Se dice, y es cierto, que vivimos muriendo, por lo que hemos de morir viviendo.


Notas sobre un escrito del P.Velert, de la Iglesia Piedra de Ayuda en Barcelona, España.

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