Dios es Padre y es Juez. Ambas cosas. Para el incrédulo [alquien que no tiene en cuenta a Dios], lo terrible es que Dios es ambas cosas. Al rechazar los juicios divinos en su vida, el incrédulo rechaza también el privilegio de llamarle Padre; al rechazar la gracia paterna el incrédulo encuentra a Dios como Juez.
Para el creyente, conocer a Dios como Padre transforma su visión de El como Juez; saber que El es Juez nos llena de asombro ante el privilegio de contar con El como Padre.
Ahora bien, como seres humanos se nos hace difícil describir coherentemente estos dos aspectos del carácter de Dios, es más fácil sentir lo maravilloso que expresarlo. No podemos reducirlo a un denominador común. Pensamos en ambos, pero uno después del otro. En el Sermón del Monte Jesús expone primero lo que significa tener a Dios como Padre y luego lo que es reconocerle como Juez.
Pero al mismo tiempo, percibir a Dios como Juez nos enseña a ser gentiles y compasivos con otros. Porque al descubrir nuestro corazón aprendemos a ser compasivos de las debilidades ajenas. Conocer los juicios divinos aclara y santifica nuestra actitud hacia nosotros mismos y hacia otros, así como hacia el Señor.
Mateo 7:1-11 nos enseña estas tres dimensiones.
Viendo más claramente
No juzguéis, para que no seáis juzgados (Mateo 7:1). ¿Por qué? Porque la medida del juicio de Dios para nosotros será la medida que hayamos usado para otros. No significa que Dios empleará el mismo principio vindicativo que algunas veces usamos. Más bien, Jesús dice que el juicio de Dios estará basado en nuestra vida, en cómo nuestro corazón se ha expresado en pensamientos y acciones hacia otros. Por ello advierte “no juzguéis”.
Quizás estas palabras constituyan una de las enseñanzas más mal interpretadas de todo el Sermón. Con frecuencia, si alguien comenta una situación y condena el error, le citan estas palabras “no juzguéis” como si dijeran “no digas que algo está mal, tú no eres quién para juzgar”. Pero la conclusión lógica de una actitud así es amoralidad: tratar el bien y el mal de la misma manera.
De hecho, en el contexto (v.6) Jesús mismo exhorta a un juicio específico: no deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen. Cristo habla aquí de hombres y mujeres. Espiritualmente, algunas personas se comportan como animales. Hemos de reconocerles y tratarles apropiadamente. Hay que hacer juicio. ¿Qué significan entonces las palabras del Señor?
La respuesta se halla en la ilustración que El utilizó. Una de las más vívidas de todo el Sermón, que nos arranca sonrisas y al mismo tiempo produce cierta comezón: ¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? (Mateo 7:3)
¡Tenemos una viga en el ojo! ¿Y qué hacemos? Vamos y decimos a otros: “oh, veo que tienes una peca de polvo en el rabillo de tu ojo, permíteme que te lo saque”. ¿No es ridículo?
El problema de alguien así es que busca pecados en otros, y brinca cada vez que los encuentra. Se halla tan absorto en su campaña de limpieza que es ciego al hecho del pecado en su propia vida, más grande incluso que el ajeno.
Es la tragedia última del hipócrita. Se coloca donde puede esconder a otros y así mismo la verdadera naturaleza de su pecado y de su culpa. Y ahora confunde actuación con realidad. Piensa que se ha convertido en lo que pretendía en su mente –ser mejor que otros. En lugar de ablandar su corazón, el temprano descubrimiento de su propio pecado le ha endurecido al mismo.
Tal espíritu de censura manifiesta un síntoma común. Suele encenderse en ira contra las injusticias. No te adelantes: es correcto oponerse a cada injusticia que encontramos. Pero la emoción súbita y desproporcionada podría revelar un tipo de sensibilidad más bien personal que moral o espiritual.
Entre paréntesis, esto explica el trato de Jesús hacia los fariseos (Mateo 23). Habían convertido a Dios en una figura semejante a la de ellos. No conocían Su Gracia, no sabían que Dios extiende gracia al pecador. Es la tragedia del hipócrita (7:5). ¡Necesitamos vernos bajo el escrutinio de Dios para luego ser capaces de lidiar sensiblemente con el pecado y fallas de otros!
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