Cuando pecamos podemos sentir culpa. Cuando pecan contra nosotros podemos sentir amargura. La amargura siempre está basada en el pecado de otro aunque el pecado del otro puede ser imaginario o real.
Por Ejemplo: Te dijeron que Pedro dijo algo falso sobre ti y te amargas. Puede ser que lo que dijeron sobre Pedro no sea verdad, pero esa ofensa imaginaria te lleva a la amargura.
El pecado no tiene que ser tan grande, solo tiene que afectarte directamente. Por ejemplo, ayer vi en las noticias que dos jóvenes, uno de 19 años y uno de 14 estrangularon una anciana de 98 años en Santo Domingo para robarle dos mil pesos. Eso es un pecado terrible, pero lejano. No sentimos ningún tipo de rencor o amargura contra esos adolescentes. Sentimos disgusto y asombro, pero no sentimos culpa ni amargura. Pero si tu esposa te acusa de insensible se arma la tercera guerra mundial y podrías durar días sin hablarle con ternura. Es así porque la amargura no tiene tanto que ver con la magnitud del pecado sino más bien con quien lo comete y como te afecta.
La amargura no depende de que tan grande sea el pecado sino como ese pecado te afecta. Mientras más cercana sea la persona a ti, más posibilidades hay de que sientas amargura cuando te ofenden. Candidatos posibles: padres, hermanos, esposos, esposas, hijos, novios, novias, jefes, compañeros de trabajo, pastores, hermanos de la iglesia y Dios.
El amargado siente que tiene el derecho de estar así. Siente que es su derecho y que es lo justo. La amargura alimenta el orgullo produciendo un sentido de superioridad y por eso es que las personas con amargura pueden llegar a sentir un extraño placer.
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