domingo, 6 de septiembre de 2009

El don de reírse de sí mismo

Cuando ya me consideraba un veterano aprendiz de escribidor, descubro que el tema de escribir es una de las tareas más extrañas y estimulantes que existen. Y hete aquí que ahora me veo emborronando cuartillas, y cuando creo que ya tengo en mente lo que quiero decir, no me salen las palabras.
Y aquí estoy, costándome mucho recuperar la disciplina de escribir sobre algo nuevo y que sea edificante. Compartiré que es un don poder reírse de sí mismo.
Don que no se aprende en universidad alguna sino la vida misma. Don imprescindible si uno quiere escapar de esos dos tiranos de la vida humana que todos llevamos dentro: (1) el que nos incita a adorarnos a nosotros mismos, (2) el que nos empuja a odiarnos desde nuestro propio corazón.

Adorarse a sí mismo es tarea placentera temporal. Y aunque los llamados "hombres públicos" (los que pasan mucho tiempo subidos en púlpitos, tarimas, pedestales, pantallas o plataformas) puedan verse más tentados a ello -una muy fácil tendencia a olvidar su propia estatura-, este mal afecta a quienes objetivamente tienen pocos motivos para esa auto-adoración.

Mal hacen también quienes se odian a sí mismos. Son millones. Gentes que se decepcionan de sí mismas y convierten su decepción en amargura y en cadena, incapacitadas para remontarse sobre sí mismas.

No es nada fácil amarse humildemente a sí mismo. Dios, al mandar que amásemos al prójimo como a nosotros mismos, también nos manda a nos amásemos a nosotros mismos como al prójimo. Cosa no menos dificil.
Si reflexionamos, los violentos suelen ser gente furiosa consigo misma; quienes odian a otros han empezado por detestarse a sí mismos.

Por esto pienso que es un don el reírse de uno mismo, siempre que esa sonrisa surja de la piedad, del suave reconocimiento de asumir nuestra imperfección. Siempre que esa mirada compasiva sobre nosotros mismos se parezca a la que dirige un padre a sus pequeñitos; esa mirada con la que Dios, en su misericordia, mira al hombre.

Los hombres debiéramos vivir con un bloc de notas en el alma, e ir anotando lo que debemos mejorar. Cuando el alma se endurece, también se endurecen las ideas, y pronto envejecemos y pasamos a ser juguetes de la amargura.

Pido a Dios cada día me conceda el corazón de un idealista (para que arda en mí siempre el deseo de escribir mejor, ser más profundo, más generoso, más poderoso en lo interior) y la cabeza de un reflexivo gozoso (para no enfurecerme ni avinagrarme cuando cada noche descubra cuán poco crecimiento he conseguido).
Y me parece que Dios me ayuda, pues cada mañana cuando me veo ante el espejo -momento mágico y privado- sonrío ante ese hombre medio tonto/medio listo que soy, y me enfrento a la realidad de que necesito ayuda para mejorar y me gozo de tener un Amigo real para ir consiguiéndolo.

P.Roberto Velert Ch.
Iglesia Evangélica Bautista "Piedra de Ayuda", Barcelona.

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