¿Por qué será que acusamos a los padres que no cuidan de sus hijos pequeños, pero excusamos a los hijos adultos que no toman cuidado de sus padres débiles?
¿Quizás porque tener cuidado de niños –no importa cuántos pañales haya que cambiar- es una experiencia de gozo, mientras que la ancianidad implica indignidad y tristezas sin fin?
Quizás tenga que ver con nuestra indisposición a enfrentar la muerte.
Utilizamos eufemismos (“pasó a”) que nos eviten reconocer la finitud de nuestra vida física. Somos bombardeados con publicidad sobre tal pastilla que nos aliviará todos los dolores articulares de la edad mientras que el plan financiero fulanito nos permitirá montar caballos y subir montañas cuando tengamos cabelleras plateadas. La publicidad vende esperanza de movimiento y libertad contra la certeza de nuestro decaimiento corporal.
Los medios proclaman la extensión de nuestra vida (ahora mayor de 78 años, cuando un siglo atrás era de 47), retiros saludables (esperamos vencer el cancer, neumonías, efectos de la diabetes –enfermedades que significaban muerte cierta para los ancestros). Y sin embargo, enfrentamos mayores períodos de incapacidad, cosa impensable a nuestros predecesores.
La creciente sociedad geriátrica atrae problemas. Costos altos de salud, colapso de pensiones privadas, pobre calidad del personal de salud.
Las nuevas generaciones están encontrando problemas con padres moribundos, que los ancestros nunca tuvieron. Son parte de familias más pequeñas e inestables, son menos propensos a vivir cerca de sus padres –algunas veces a miles de kilómetros. Y la cantidad de tiempo consumido en cuidar familiares enfermos se ha incrementado en años, incluso décadas.
Incluso familias fuertes son llevadas hasta el límite intentando cumplir el mandato de honrar a sus padres.
¿Qué hacer entonces? Tomar cuidado de los padres.
Nadie ha dicho que será fácil. El salmista dice con toda razón “no me abandones en mi vejez, no me olvides cuando mi fuerza se haya ido”. Vejez es casi siempre tiempo de deterioro físico y mental, de dolor y pérdida, de temores y soledad. Ver cómo los padres enferman crónicamente o muestran senilidad es una carga muy grande de dolor para hijos adultos.
Como cristianos, hemos de aprender a pensar escrituralmente al encontrar este tipo de problemas:
1) Evita utilizar lenguaje que niega la realidad de muerte. El mundo secular no tiene respuestas más allá de lo temporal, así que procura retirar la muerte de la vista –encerrada en gruesas paredes de hospitales, bajo el cuidado de doctores y enfermeras profesionales, y directores de funerales. El cristiano sabe que la muerte es parte del viaje de la vida. Cuando caminamos por “valles de sombra de muerte” sabemos que Cristo ha prometido Su presencia y consuelo.
2) Si tus padres son cristianos, ayuda a planificar su funeral de tal modo que el testimonio más claro sea el de la cruz de Cristo, Su resurección y Su retorno. ¿Qué es más importante, que la gente reunida sepa cómo era tu papá, o que sepa del perdón de sus pecados?
3) Asegura que tus padres oren con sencillez por consuelo, durante agonías dolorosas o difíciles. Especialmente memorizar y repetir porciones de la Escritura.
4) Ten en mente el valor del individuo. Los cristianos creemos que nuestro valor inicia desde el útero, y no termina sino hasta que somos mecidos en el seno de nuestro Padre. Cuando muchas personas determinan el valor según lo que uno hace o puede contribuir, es muy fácil menospreciar a los ancianos como inútiles. Pero es nuestro Padre celestial quien determina quién es de valor.
La enfermedad no cambia nuestra identidad.
En última instancia, cuidar de nuestros padres nos recuerda que el mandato de honrar y amar nunca cesa, nos concede la oportunidad de amar a otros como Cristo nos ha amado.
Un amigo me contó que tuvo que bañar a su abuelo. “Como típico universitario absorbido solo en mi mundo, no me hizo ninguna gracia tener que hacerlo”, “pero entonces me acordé de lo que Cristo hizo por mí”.
“Nada de lo que haga es comparable a lo que Jesús hizo por mí –nada de lo que haga es comparable a lo que mis padres y abuelos y bisabuelos han hecho por mí”.
“Mi vocación como hijo y nieto es cumplir”.
Y es también nuestra vocación.
¿Somos conscientes de la humildad y servicio de Cristo hacia nosotros?
Mollie Ziegler Hemingway. http://www.christianitytoday.com/ct/2009/july/12.52.html?start=2
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